Reflexiones sobre una visita a la República Dominicana en 2001.
El álbum hablado
El casi arquitecto
Junta literaria
Cuentos de policías, 1
Cuentos de policías, 2
Instantáneas
— El carnaval de La Vega
— Mujeres (y algunos hombres) consecuentes
Me despido
El álbum hablado
Hace años que perdí la costumbre de llevar cámara fotográfica en los viajes, dejando esa tarea documental en las capaces manos de mi compañera de aventuras. En esta oportunidad, una visita a Santo Domingo que empezó en el Día de la Amistad de 2001, perdí además de la costumbre, la cámara misma, en algún descuido que todavía no me explico, o quizás por intervención de algún duende pícaro que sabía que yo la usaría no como artista, sino como manera de evadir mí responsabilidad como escritor. Así que para recordar el viaje el duende no me dejó más remedio que ofrecer un álbum de estampas habladas, como solían hacer los viajeros antes de que naciera la Kodak.
Y digo “habladas”, porque cuando yo escribo, oigo las palabras, y espero que usted las oiga también. Es más: Espero que Ud. oiga, vea, sienta y huela esa experiencia conmigo, cosa que todavía no sabe hacer ni la Kodak ni la computadora más moderna. Sólo lo sabe hacer la imaginación, la misma que nos ha acompañado, inspirado, engañado y a veces deleitado por todo el largo de la existencia de nuestra raza sobre el planeta. Y para eso, uso la palabra.
El casi arquitecto
Yo había ido a la República Dominicana porque la arquitecta Susana Torre, con quien tengo cierta relación afectiva desde hace algunas décadas, había sido invitada para participar en el IV Seminario Erwin Walter Palm de Arquitectura y Urbanismo de América Latina y el Caribe. La acompañaba pensando poder hojear cosas en las librerías, conversar con algunos colegas escritores o sociólogos, y empezar a conocer un país que apenas había visitado por algunas horas, hacía muchos años. Pero para mi gran sorpresa, los arquitectos del Seminario me reclutaron para trabajar como si fuera otro profe de arquitectura! Y en lugar de darme una visión general, global de Santo Domingo, me llevaron directamente al barrio Los Praditos, que era como bolso de pobreza casi sin infraestructura en el medio de la ciudad moderna, y de allí a la escuela de arquitectura de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña. Así que, en los primeros dos días de los seis que tendría en el país, vi nada más que Los Praditos y la UNPHU.
La verdad, me interesaban muchos los proyectos de los estudiantes, porque me fascinan los barrios con todo su dinamismo y las diversas luchas de sus pobladores para solucionar problemas imposibles. Y si los estudiantes de arquitectura y algunos graduados, juntos con los maestros invitados, podrían proponer algunas ideas que les ayudaran a enfrentar esos problemas, pues, lo consideraba, y lo considero, un gran aporte. Los organizadores habían escogido cinco barrios muy necesitados, y nos dividimos si mal no recuerdo en siete talleres (dividiendo uno de los barrios en diferentes sectores) para proponer proyectos. Todo muy hipotético, por supuesto. En los cuatro días de los talleres, no iban a hacer la investigación, ni las muchas negociaciones, que serían necesarias para realmente construir alguna intervención que sirviera. Pero no estábamos empezando de cero. Los estudiantes ya habían recopilado mucha información básica sobre cada lugar y habían conversado con algunos pobladores.
Pero, ¿qué hacía yo entre ellos? Porque mi deformación profesional, para así decirlo, ha sido en sociología y no en arquitectura, y te digo, son dos culturas muy diferentes.
Es cierto, que hay muchos arquitectos que saben leer (no todos), y algunos que leen mucho, pero hay pocos que saben hablar. El mismo que sabe construir una torre o un edificio bellísimo y genial en su funcionamiento, raras veces te puede construir un argumento que explica claramente qué está haciendo y por qué. Los arquitectos se entienden entre sí, pero tienen una manera rarísima de comunicarse. Tratas de conversar con ellos, y en vez de contestarte en palabras buscan un lápiz para dibujarte la cuestión.
Un ejemplo: Estamos yo y unos estudiantes agrupados alrededor de la mesa en el taller cuando la Arq. Maribel Villalona, una arquitecta de verdad (a diferencia de yo, que nada más estaba haciendo el papel como en teatro) quiere que Jason, un nuevo arquitecto y estudiante de maestría, vaya a su carro para buscar un impresor. Yo en su lugar hubiera dicho, “Mira, Jason, el aparato está en tal parte del auto, detrás de esa otra cosa, y se abre de esta manera,” sustituyendo los verdaderos nombre de las cosas por “cosa”, “esta manera”, etc. A lo mejor me hubiera entendido, a lo mejor no, si nunca había visto precisamente ese tipo de carro. Maribel lo que hace es agarrar un marcador, tirar rayas, 1, 2, 3, 4, 5, con unos circulitos, y ¡ Presto! Aparece el carro dibujado, la ubicación del impresor, donde poner la llave, y todo. Y rapidísimo. Quedé admirado. Y funcionó esa comunicación.
Al final, los distintos talleres abordaron el problema de muy distintas maneras, en gran parte por los diferentes intereses de los arquitectos profesores. Dos ofrecieron respuestas abstractas y estéticas a lo que habían visto, sin proponer ningún cambio. En un caso, era una enorme construcción hecha de muebles arrastrados de las salas a la playa de estacionamiento y apilados y amarrados para representar la precariedad y no sé qué más, hasta con gallinas vivas. En otro, era una combinación de maquetas medio impresionistas combinados con un “performance” de música y baile. Debe ser algo que sólo los arquitectos entienden. Te digo, es una cultura aparte.
Un taller propuso una no-intervención, con el curioso argumento que en ese barrio tan denso y necesitado el arquitecto no podría hacer nada, entonces construyeron alguna cosa en un terrenito el único espacio verde en la zona al margen de la parte poblada. Esa propuesta estimuló una polémica tremenda entre los mismos arquitectos, ahorrándome el problema de decir lo que yo pensaba. De haberme preguntado, hubiera contestado que me parecía un desaprovechamiento de una oportunidad para todos para explorar el problema central, que era cómo puede el arquitecto sí contribuir a mejorar las condiciones de vida en semejantes barrios, pero bueno, ¿qué sé yo? Toda la discusión me parecía surrealista. Los otros talleres, incluyendo aquel donde yo hacía de payaso, sí propusieron diferentes tipos de intervenciones, y creo que algunas eran muy inteligentes.
Finalmente, después de largas horas — había estudiantes y profesores que se quedaron trabajando toda la noche del viernes para terminar— llegamos al sábado de la noche y la última charla de un arquitecto extranjero y la clausura del seminario. Y a diferencia de las noches anteriores, empezó nada más una hora y media tarde, que era inusualmente puntual. Por supuesto, había que dar certificados para todos los honorables arquitectos que tanto aportaron, etc. etc., con gran ceremonia y música y un video bastante más animado que las actividades que representaba.
Entonces empiezan a leer los nombres para que el arquitecto tal, la arquitecta tal, se asomara a la tarima para ser fotografiado al recibir el certificado. Y aplaudimos, y aplaudimos. Y de repente Jordi Masalles lee, “Y el casi arquitecto …” ¡ y mi nombre! Casi me caigo de espaldas. Pero dicen que tienen un certificado para mí. No lo he visto todavía, pero cuando lo reciba, lo voy a poner en la pared. Y espero que diga así, “casi arquitecto”. ¡Y certificado! Ahora tendré que aprender a conversar con marcador.
Junta literaria
El sábado 16 de febrero, me fugué para satisfacer una de mis obsesiones, que es explorar librerías. Y para eso, me había dicho Manuel Ortega, no había mejor lugar que la Librería La Trinitaria, donde recomendaba tratar de conversar con a la dueña, Virtudes Uribe, “Que sí está de buenas, te puede orientar mucho. Además, fue amiga íntima de Francisco Peña Gómez, y conoce mucho de la política y cultura dominicanas.” Y don Manuel me dio la dirección, en la Zona Colonial. ¿Pero cómo llegar desde la UNPHU?
Como buenos carcelarios mexicanos (¿no era en Guanajuato que ocurrió eso?), eran los mismos compañeros del Seminario Palm que me organizaron la fuga. La Arq. Michelle Valdez, eficiente capitana de la brigada de “edecanes”, destacó a la Arq. Mónika Sánchez para la misión. (Se escribe así, con “k”, probablemente para no confundirse con… Bueno, ya Uds. saben quien.)
Resultaba ser la persona perfecta, porque además de tener carro, la joven y guapa Mónika resultaba ser una de esas personas, raras entre arquitectos, que no sólo lee literatura, sino también sabe hablar de ella. En la trayectoria me contó del portugués António Lobo Antunes y otros autores mientras conducía, en medio de un aguacero fortísimo, por esas complicadas calles de una sola vía en la Zona Colonial, hasta depositarme directamente frente a la puerta de Arzobispo Nouel 160.
Azuzado por la lluvia, cruzo la calle a galope, salto un charco y me aterrizo en medio de una junta política. O así parecía. Había unos hombres sentados a izquierda, otros a derecha, algunos canosos, otros calvos y uno o dos con todo el cabello de su juventud, en conversación solemne. Al fondo, un mostrador donde estaban paradas las únicas dos mujeres, al margen del cónclave. De repente reconozco a uno de los facciosos, el temible esgrimidor de versos Tony Raful, a quien yo había visto hacía un par de noches, disfrazado de secretario de cultura, con corbata y todo, cuando en la apertura del Seminario Palm nos despertó a todos con un discurso que encendía más que iluminaba. Bueno, le cuento eso o algo así, y él se ríe, contento de recordarlo; creo que con todos los actos donde tiene que pronunciar discursos, se había olvidado de ese de los arquitectos. Pido disculpas por interrumpir su tertulia, o lo que fuera, y me dirijo al mostrador para buscar a Virtudes Uribe. Y efectivamente, no podía no notar los prominentes retratos de Peña Gómez (y muchos otros) en las paredes y estantes.
Virtudes estaba, y estaba de buenas, como diría don Manuel. Me trató con toda atención. Es una persona de sonrisa sagaz, despabilada, amistosa pero no desarmada. Conoce muy bien el surtido de su librería, que es como decir que conoce toda la literatura dominicana narrativa, poesía, ensayo, sociales y probablemente hasta zoología. (Si te interesa un libro por algún autor no dominicano, por ejemplo La fiesta del Chivo, un libro muy dominicano pero escrito por el peruano Mario Vargas Llosa, tienes que ir a la otra, nueva librería que acaban de abrir al lado pero de los mismos dueños, Virtudes y Juan Báez. )
Claro, es posible que Virtudes me dedicara tanta atención porque yo era el único presente que ofrecía posibilidades de comprar algo. Pero me daba la impresión de que, como todo buen librero, se interesaba menos en ventas que en difundir la sabiduría ofrecida por los libros.
Pedí uno del padre Jorge Cela, La otra cara de la pobreza, y Virtudes también me buscó la Antología urbana de Ciudad Alternativa. Entonces, habiendo agotado mis referencias a libros dominicanos, le pregunté qué me recomendaba de ficción narrativa.
“Bueno, mire,” me dice, “si le gustan cuentos, aquel joven que está sentado allí”-señalando a un corpulento hombre de podada barba que resultaba ser Luis R. Santos — “tiene un libro muy bueno, y él se lo va a dedicar. Y ese que está allí” — era Andrés L. Mateo — “tiene una novela premiada que Ud. tiene que leer. Y él también se lo va a dedicar. ¿Y le interesa la poesía?”
Porque ahí también estaban además de Tony Raful, los poetas Blas Jiménez y Luis Schecker Ortiz. La junta no era política, o no exclusivamente política, sino de amigos literarios que tienen la costumbre de reunirse los sábados. Y estaban todavía cuando yo llegué gracias al aguacero; de otra manera, todos hubieran ido a sus casas para almorzar. Y estaban tan embelesados por su cosa, que ni siquiera la notaron cuando entró la hermosa Moni, una reacción — o falta de reacción — bastante inusual entre hombres latinos. (O puede ser que era yo el distraído, tan concentrado en conversación con un par de poetas que no vi qué hacía o con quién conversaba ella.)
Bueno, total que salí de esa librería con dos bolsas de libros, una de libros comprados y otra de los libros regalados y dedicados por sus mismos autores. Porque cuando fui a pagar, Virtudes me dijo, “No, estos libros” — los firmados — “son de ellos, y sí ellos quieren regalárselos, es asunto de ellos. Yo le voy a cobrar solamente estos otros,” cuyos autores casualmente no estaban presentes en ese momento. Porque lo más probable es que si el Padre Cela o Pedro Antonio Valdez hubieran estado, habrían hecho lo mismo. Yo en cambio tuve una sola copia de un solo libro mío para dejar, el último, Hispanic Nation. Tony Raful se interesaba mucho, pero quería leerlo en español, versión que todavía no existe. Al final quedó en manos de Blas Jiménez, que está trabajando sobre temas similares (las llamadas “identidades” en nuestro continente mestizo).
Total, me sentía adoptado por un club simpático, aunque por lo visto, uno donde no se admitían mujeres. O quizás el problema no era que no se admitían, sino que las mujeres dominicanas escritoras (y tengo entendido que hay varias, y buenas) estaban demasiado ocupadas para sentarse unas horas de un sábado en la librería La Trinitaria. Probablemente estaban en sus casas, preparando almuerzos para niños y hombres como estos que sí tenían tiempo para esas cosas. Pero toda la operación dependía de la labor de una mujer, Virtudes, y de su compañero Juan Báez, que habían creado este local para letras, ideas y tertulias.
Cuentos de policías, 1
En la guagüita que nos lleva de la UNPHU al carnaval de La Vega, hay tiempo para hablar de todo. Muchos tienen historias de encuentros con policías ignorantes, corruptos, estúpidos, brutales o buena gente.
Alguien cuenta una historia de la época de la Revolución Constitucionalista de 1965 que combina los temas de lo brutal y lo ignorante. Dicen que unos jóvenes revolucionarios estaban transportando armas en un Volkswagen cuando una patrulla de policías contrarrevolucionarios los para, para registrar el vehículo. El sargento abre lo que él cree es el baúl, y cuando no encuentra nada más que un motor les dice que pueden proceder, sin descubrir todas las armas y pertrechos que llevan en el verdadero baúl. La ignorancia y estupidez están explícitas, lo brutal implícito: lo que les hubiera pasado a esos muchachos si la policía había encontrado las armas.
Ingrid Contreras cuenta otro tipo de incidente que sólo ella puede contar con el drama y humor que merece. Pero como Ingrid no está aquí en este momento, se lo cuento yo, con todas mis limitaciones de tono de voz, falta de gesticulaciones, y sin esa tremenda risa ronca de Ingrid que estremece toda la guagua.
Un día Ingrid está manejando por una calle marginal y dobla en un semáforo rojo, aunque hay un gran letrero que dice, “No doble en rojo”. Inmediatamente un joven policía la para. “Señora, ¿no vio Ud. ese letrero?” “Si, pero creía que no se aplicaba a la vía marginal.” “Pero no señora, aún en la marginal, es un peligro” etc. etc.
Entonces el policía le dice que, desgraciadamente, va a tener que retener su licencia de conducir, que podrá recuperar solamente mediante el pago de una multa. En esos casos, es normal que la gente ofrece plata al policía para olvidarse del asunto, no porque la multa sea mucho — es probablemente menos de lo que se ofrece al agente de policía — pero porque pagarla es una jodienda en que uno puede perder medio día. Pero Ingrid le dice, “¿Me va a quitar la licencia? ¡Qué bueno!”
El policía, sorprendido, le recuerda, “Pero señora, sin licencia, Ud. no podrá conducir.”
“¡Ay, qué bueno! Ud. no sabe el peso que me ha quitado de encima. Así que no tendré que salir de compras en ese tremendo tráfico, no tendré que llevar los chicos a la escuela, no tengo que ir a buscar a mi marido en el trabajo, me ha liberado de mil tareas! ¡Que se pudra la licencia!”
Y el policía, un poco incrédulo, le dice, “Y Ud., ¿qué hace, señora?”
“¿Yo? Ama de casa.”
“An jan,” comenta, pensativo.
“Bueno, señora, tome su licencia, y fíjese en el futuro de las reglas de tránsito.”
“Ay, gracias, señor. ¿Quiere otro de estos caramelos?” Porque Ingrid había ido alimentando al joven policía de dulces durante toda esa interacción.
El trasfondo de estas y otras anécdotas similares es la fama que tienen policías y militares de este país de brutos, sádicos y corruptos, lo que hace delicioso semejante pequeño triunfo de una ama de casa con imaginación, vivacidad y una risa ronca.
(Ingrid había omitido decirle al policía que, además de ama de casa, es “ingeniera civil, pero más por lo de derrumbar que por lo de construir.” Bueno, no había porque confundirlo más — ya le había derrumbado algunas ideas fijas que tenía.)
Cuentos de policías, 2 (el caso Candelier)
En un ameno discurso, el Arq. Emilio José Brea García nos informó que la República Dominicana tiene nueve periódicos diarios (y dos Santas Patronas, dos Padres de la Patria, y “tres mártires con chófer” todo tristemente verdad). En nuestra breve estadía, alcancé ver sólo cuatro de esos periódicos. Hoy me parecía muy bueno por su análisis y hasta por las noticias internacionales; El Siglo era especialmente interesante por su enfoque en los problemas sociales del país; pero Listín, el famoso Listín me dejó con la boca abierta, y no en espera de recibir caramelos.
Justo cuando otros elementos de la prensa y hasta importantes personeros del gobierno estaban reclamando la cabeza del jefe de la Policía Nacional por la brutalidad de ese cuerpo — acababan de romper unas cuantas cabezas de médicos en una manifestación hasta ese momento pacífica, y su jefe defendían la acción — Listín manda a una reportera para escribirle una oda en prosa como carta de amor. Larguísima adulación, más de una página completa el primer día, con la promesa de dos entregas más. En la primera entrega, la reportera persigue al General Candelier al gimnasio de la PN, para verlo correr y levantar pesas, y se confiesa sobrecogida por la hermosura del torso del bigotudo general. Está igualmente impresionada por su cultura, que el general no sólo lee Mario Vargas Llosa, sino también baila merengue. No recuerdo qué era que dijo que era su desayuno favorito, pero recuerdo que lo dijo. Y concluye dictaminando que el General Candelier es seguramente el más buen mozo jefe de policía que jamás ha conocido la República Dominicana.
Bueno, si hay que juzgar a los que ostentan el poder por su belleza, es cierto que el General Candelier gana por mucho sobre Johnny Abbés García. Pero ¿qué me dices del calvo Hipólito, al lado del Benefactor, o de su apuesto hijo Ramfis? (Y si no recuerdan quién y cómo era Johnny Abbés, mejor no comentar sobre la cultura y los modales de las policías dominicanas.)
Instantáneas
El Carnaval de La Vega
Esto lo escribí en la parte de atrás de un abanico de papel, en la tarima de la comparsa “Los Broncos”:
>>Domingo, 18 febrero 2001. Carnaval, La Vega Diablos cojuelos vejigazos reparten. Ruido batería insistente, incesante, durísimo, amplificadores y bocinas de dos pisos. La tarima vibra por el compás de la música y, a veces, los brincos de los que estamos arriba. Los diablos son todos variantes sobre un mismo tema: máscaras con doble (o triple) par de cuernos, enormes colmillos. Varían los colores siempre brillantes y la forma y largo de los cuernos y colmillos. El cuerpo, hasta las manos, todo tapado por las abundantes telas del disfraz. Las “vejigas” actualmente de hule las sostienen por unos tubos, o mangueras, flexibles, como intestinos del mismo animal que suplió la vejiga, cosa que les permite dar vejigazos con mucha fuerza.
>>Bajando de la tarima, uno se mete en un mar de gente con corrientes poderosas, contrarias y entrecruzadas, de manera que a momentos uno se siente y está atrapado en un remolino humano sin escapatoria. <<
Fue el sádico amigo Juan Mubarak que me instó a hundirme en ese mar humano, y gracias a él ya sé qué es un vejigazo. Gracias, Juan!
Mujeres (y algunos hombres) consecuentes
Como en todas partes del mundo, los hombres, vanidosos, buscamos la gloria, mientras las mujeres sostienen toda la operación.
A lo mejor es como tiene que ser, porque los hombres sufrimos cuando no nos aplauden. A algunos hay que aplaudirlos todo el tiempo, porque si no se ponen muy tristes y hasta peligrosos. Eso es lo que ocurrió con el pobre “Chapita”, que no se cansaba de llenarse de títulos o el pecho de condecoraciones. Y debe ser por la misma razón que en el IV Seminario Palm, con una sola excepción los arquitectos que exponían su trabajo eran hombres como si no abundaran las mujeres arquitectas buenas para invitar, como ya lo había demostrado Giovanna Riggio en un valioso trabajo (publicado en Archivos de Arquitectura Antillana).
Mientras tanto, toda la “logística”, o sea la parte práctica, el hacer que las cosas funcionaban a tiempo o que el equipo necesario llegara donde tenía que llegar o que una persona fuera transportada a donde tenía que ir, o que hubiesen refrescos y comidas cuando tenían que haber, eso lo hacían comités casi invisibles y mayormente femeninos. Hay que recordar la eficiencia y preocupación de mujeres como Michelle Valdez, que con su fono celular teledirigía los complicados movimientos de anfitriones e invitados, con sus múltiples agendas y deseos particulares. Y fuera del seminario, también nuestra querida amiga Risoris Silvestre, siempre puntual, siempre organizada.
En cambio, cuando se dejaban esas cuestiones a cargo de hombres, solían surgir problemas inesperados. Pero también hay que reconocer que habían hombres capaces de enfrentar y resolver esos problemas. Un ejemplo notable ocurrió en una de esas larguísimas esperas porque, por culpa de algún varón, no había aparecido la computadora necesaria, y el auditorio de la Cancillería (donde nos reuníamos para las conferencias) se ponía insoportablemente caluroso. Los hombres a cargo de la planta explicaban que no había problema, que sencillamente se había olvidado de prender el aire acondicionado con anticipación, y ahora sólo teníamos que esperar para que se refrescara el ambiente. Y esperamos y esperamos, y seguíamos sudando. Entonces a José Enrique Delmonte, decano de la facultad de arquitectura de la UNPHU, le parecía raro, porque no se escuchaba el ruido de la máquina. Y decidió investigar. Y terminó subiendo hasta el techo, donde encontró no sé que cosa con palanquitas, e interpretó eso como los controles de la máquina, y se puso a mover palanquitas hasta lograr prenderla. Y empezó finalmente el largo proceso de refrescar la sala. Y lo más extraordinario (para un hombre) era que cuando volvió, ni siquiera pedía aplausos. Yo supe esta historia solamente porque le comenté, “Qué bueno que finalmente se prendió!”, y entonces me lo contó.
Esto demuestra que los hombres también somos capaces de ser algo más que caritas bonitas y oradores poéticos, y enfrentar problemas reales. Pero esto era un incidente aislado. Sigue claro que, sin la participación de las mujeres, los hombres no podemos sostener ninguna operación compleja. Por eso estoy seguro de que sin darse cuenta el Talibán está cometiendo el suicidio.
Me despido
Aquí terminan estas estampas. No porque se me acaban las cosas para decir sobre la República Dominicana, sino que ya han pasado casi dos semanas de nuestro retorno de Santo Domingo, y la memoria pierde su frescura. Y si no son frescas, las estampas no valen nada. Lo que me queda por escribir respecto a ese país “chiquito pero tupío”, y seguiré poniendo en este espacio de cuando en cuando, son mis reacciones (pero solamente las más frescas) a las cosas que voy leyendo, incluyendo los libros que me dedicaron mis colegas escritores en la librería La Trinitaria. Y, si vuelvo (como yo quiero) un día a la República Dominicana, seguramente traeré nuevas estampas. Mientras tanto, si algún lector quiere ofrecer sus reacciones a mis reacciones, me puede escribir aquí.